Érase aquí muy cerca, hace bien poco,
en viejo caserón a las afueras,
que había un hombre al servicio de un tirano
muy odiado por todo el vecindario;
un cabrón de carácter imposible
puntilloso hasta el mínimo detalle.
Daba órdenes que eran contradictorias
por ver logrados sus múltiples caprichos;
quedaba insatisfecho aunque cumplidos
e indignábase mucho con los otros;
manipulaba todas las situaciones
y coartaba cualquier iniciativa.
Siempre esperaba le hiciesen pleitesía
arrogante exigiendo un homenaje;
por sobre todo habían de aplaudirle,
ser adulado, mimado, protegido,
tratando en seducir con sus engaños;
parecía cual muñeco de ventrílocuo,
lo que decía sonaba siempre a hueco:
“yo, mi y lo mío” sus palabras favoritas.
Junto a él nuestro héroe vivía esclavizado;
se levantaba temprano en las mañanas
a realizar montañas de tareas:
limpiar las chimeneas apagadas,
llevar la leña para encender el fuego,
barrer la casa, lustrarle los zapatos,
lavar la ropa, cuidar del vestuario,
hacer la compra y luego La Cocina…
Servíale puntual el desayuno
que le dejaba al borde de la puerta,
la cual por cierto permanecía cerrada;
a ser exacto, nunca lo había visto
de una manera contundente y clara;
siempre entre sombras, velado de misterio
ya que era huraño a más de un egoísta.
Pasaba el tiempo, se hacía insoportable
cada vez más la situación podrida:
trato humillante en actitud despótica,
mucho trabajo poco reconocido
que le pagaba tan sólo con promesas
que al final nunca se veían cumplidas.
Hasta que un día hablando con amigos
en bar del pueblo —en raros ratos libres
que allí pasaba con dardos y cervezas—
le aconsejaron pidiese una entrevista
y se aclarase la situación infame.
Aunque él sabía que sí debiera hacerlo,
a encarar el asunto nunca se decidía;
¿si resultase que fuese un insolente
y su patrón justamente indignado
montase en cólera y luego decretase
de inmediato echarle del servicio?…
Al fin y al cabo tenía cama y sueldo,
ciertas ventajas que no eran desdeñables:
algún confort, tres comidas al día,
además que en un futuro, ¿quién sabe?,
podría heredar de su señor los bienes:
la casa y tierras a más de gran fortuna
del solterón, familiares no había;
tampoco amigos ya que era insoportable.
Como la situación deterioraba
— la alegría de vivir del todo ausente—
armado de valor en un buen día
aprovechando al servir el desayuno,
llamó a la puerta, nadie allí contestaba,
llamó otra vez, tampoco, una tercera…
sólo silencio, un espeso silencio;
presa del pánico de haber importunado
quizás a su amo, huyó por los pasillos
temiendo las probables represalias.
Parecían confirmarse esos temores
al comprobar el que se había negado
a tocar nada de lo puesto en la bandeja;
dijo: “sin duda debe estar indignado
y no ha querido comer para humillarme,
he de pedir disculpas y explicárselo”.
Y así volvió a insistir al día siguiente,
mas repitiose la escena mencionada
una otra vez; ya nunca en las mañanas
le daba paso causando gran zozobra;
preso de escrúpulo y de remordimientos
a sí se dijo: “debe estar indispuesto
y con razón; le he dado un gran disgusto
que he de aclarar rogando me perdone”.
Como tampoco otra vez respondiese
a golpecitos dados sobre la puerta,
acopiando valor la abrió en rendija
sólo un poquito, aún nada divisaba;
gritó en voz baja: “¿está el señor dormido?”…
nada de nada: callada por respuesta;
salió con miedo, quizá la “había hecho buena”
y ahora seguro sí le despediría.
Al cabo un tiempo cuando más imposible
era aguantar con crecientes trabajos
con poco sueldo y con humillaciones
incrementadas con carga de la culpa
que le ponían ante otros en ridículo,
se animó, ya suicida, a ello intentarlo;
si necesario registraría en la estancia.
Y así lo hizo, aunque muerto de miedo;
estaba oscuro, encendió una linterna,
llegó hasta el lecho, allí no había nadie,
buscó después por vestidor, terrazas,
dentro de armarios, detrás de las cortinas,
incluso, incluso —aun grande la osadía—
se atrevió a entrar en el cuarto de baño.
Nada de nada, allí no había nadie,
enfocó su linterna por paredes,
vio de repente su rostro en un espejo
con aspecto espectral en luz refleja;
cayó en la cuenta y dio gran risotada
… la gran mentira había al fin descubierto:
ha mucho tiempo servía a una entelequia
y el tal tirano tan sólo era en su mente
que fabricó al siniestro personaje
y luego esclavizose a su servicio.
Fue a la taberna, lo dijo a sus amigos:
un hombre nuevo, eso ahora es lo que era,
tiró un dardo y dio al centro en la diana;
había encontrado también las escrituras:
era su casa, siempre lo había sido,
junto con muebles, tierras y una fortuna.
Invitó a todos abriendo el mejor vino
para brindar con ellos por la vida
y ese alborozo sirvió a incitar a algunos
que a con sus amos hicieran otro tanto.
MORALEJA
Esto sucede a todos —casi todos—
Esto sucede a todos —casi todos—
y es por demás como se ve, ridículo
que unido al componente tragicómico
nos fabriquemos la imagen de un sujeto
en super-yo cargado de exigencias
a compensar los déficits vividos:
hipotecamos presente —aquí y ahora—
proyectando un futuro esplendoroso
a conseguir con sudores y lágrimas
para aliviar un pasado frustrante
que se remonta a traumas de la infancia:
no ser amados, impotencia, abandono,
y no saber en el fondo quién somos.
Es lo denominado como “el ego”
(en contraposición al Yo profundo)
y es la “persona” separada o “máscara”,
siempre sonando a hueco su discurso;
también puede llamársele “yo-idea”
pues es disfraz hecho de pensamientos
que contrarestren todas nuestras carencias.
Yo no soy una idea —todas falsas—
yo soy un potencial que es fabuloso
de Energía, de Amor, de Inteligencia;
yo no soy un tinglado del pasado
en andamiaje para alcanzar futuros;
aquí y ahora soy vida que se expresa
por el medio que presta mi instrumento
entre los otros de la gran sinfonía;
por el canal del que abro o cierro espita
a la Energía, al Amor, a Inteligencia…
Si lo examino, la propia luz que arroja
esta verdad destruye las cadenas.
© albertotrocóniz / 14
Texto: de “LA BÚSQUEDA INCESANTE”
Imagen: "Monigote en un Juego de Espejos",
de "FOTOFILTRADA"
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