Del viejo mundo las horas se retiran
cual los danzantes en un baile de máscaras
mientras la orquesta agota los compases
del vals (suena aquí uno de Verdi).
El torbellino refleja en los espejos
que multiplican la luz de candelabros,
las joyas de las damas, sus vestidos
de brocados, de sedas y de organzas
y en fracs de caballeros las pecheras
con las botonaduras de diamante,
o condecoración y charreteras
de uniforme de gala en oficiales.
Pende en lo alto —"espada de Damocles"—
la enorme araña cargada con mil velas;
pone brillo en los ojos el deseo
que entre sí se cruzan las parejas.
Giran y giran tomadas por la música
liviana como espuma dentro en copas
del champán a celebrar la muerte
del viejo mundo que dará paso al nuevo.
Todo es evanescente como nubes
en un atardecer que ya preludia
el hecho ineluctable de la noche
que engullirá entre sombras los anhelos.
¿Cómo ha de ser?; supone siempre arcano
los detalles que escribirá la Historia,
sólo sabemos la de esta que va escrita
rezumante de sangre en palimpsesto
… con su panoplia de ideas y conceptos
traducidos después en armas, guerras;
sí, desde luego, también realizaciones
en el saber, las artes y las ciencias.
En cualquier caso, mirando la secuencia
del devenir del tiempo por los siglos
será sin duda al cabo otra variante
de la infinita danza: nombres, formas.
No será un vals, será otro torbellino
la música de fondo que acompañe
y a otras sombras arrastre en oleaje
a ignotas playas para engullirlas luego.
Ya los relojes dispersos por las salas
dan las doce marcando el fin del siglo.
—todo es cambiante y al cabo nada cambia—
como se propugnaba en Gattopardo.
Alzo mi copa a brindar por el XX
… tras breve sorbo la estrello contra el suelo.